jueves, 10 de julio de 2014

Despertar I

                  Un día te levantas con una sensación extraña. Quizá he dormido poco, piensas. Al cabo, te das cuenta que es un sueño obscuro el que te ha dejado mal cuerpo. Decides ignorarlo, vas a la cocina a tomarte un té, a ver si consigues despejarte. Mientras se calienta el agua, imágenes nítidas dan vueltas en tu cabeza. Y entonces te das cuenta que no es la primera vez que pasa. Que quizá el caos de imágenes pueden ser reales. Que puedes ser ella y tú, dos realidades separadas por una membrana invisible de temporalidad.


                Estaba en una fiesta, una casa de una superposición de pisos infinitos, de recovecos irregulares, un gran hall con vidrieras en un lateral y una gran araña llena de polvo. Todos estaban celebrando algo, como si de una fiesta de graduación se tratara, aunque sin saber qué se celebraba ni quien era aquella gente. La gente se divertía, se reía, había música. Pero todo cubierto con un  mando sordo, como si escuchara debajo del agua. Sabía que estaba allí, en la fiesta, se sentía allí, veía imágenes de la gente alrededor bebiendo y bailando. Pero a la vez, se sentía espectadora de ese maremágnum de gente aromatizada en alcoholes varios.

            Sabía que solo había bebido una copa de vino tinto, dulce y ligero. Fue a servirse una segunda, y de repente el tiempo se hizo denso y pesado. Miró la copa y bebió. Pero esta vez sabía algo amargo. Sin embargo, decidió ignorar el sabor y volver al grupo de gente bailando en la sala.




              De repente todo empezó a pasar muy rápido y a la vez muy lento. Imágenes iban y venían de su cabeza y se retorcían en torbellino de sonidos que se entremezclaban. Como si de la marea se tratara, la gente y las estancias se sucedían rápido, todo girando en una espiral sin fin. Huía de una habitación a otra, acelerada y muda. Alguien le cogió la mano fuerte, e intentó bailar con ella. Le quemaba, quería huir. Se acordó del vino amargo, y supo que alguien la había drogado. Se mareaba. Al fin consiguió soltarse y salir corriendo entre la gente, sin saber muy bien hacia donde, aunque tenía la sensación de que la misma casa vertical era una trampa. Y sintió la presencia de la mano, persiguiéndole incesantemente, como si de una hormiga a pisar se tratara. Entonces gritó, que le dejaran en paz, con todos sus pulpones, y siguió gritando el eco en su mente hasta que todo se disolvió.



            Se despertó en el hall de la casa vertical. Vacío y silencio. Tumbada en las escaleras. Alguien había llamado a la policía, y en ese momento entraba un agente por el portón principal, afirmando que alguien había llamado al 112 y había denunciado acoso a una chica morena de vestido oscuro, pero que habían llegado tarde por estar la casa en los Acantilados, y todo el mundo ya se había marchado. Ella oyó al policía sin escuchar, pensando si todas aquellas imágenes habían sucedido realmente, o habían sido imaginaciones.

 El teléfono del agente sonó con un par de pitidos que la devolvieron al hall. Tenía una emergencia y tenía que marcharse. Sí, estaba bien. Después de parpadear lentamente, cogió lo que quedaba de su bolsa negra y salió fuera de la casa. Pensaba encontrar el sonido de las callecitas del pueblo, de la gente que había imaginado ver a la llegada a la aldea. Pero el silencio era demasiado denso. Buscó su móvil en el bolso pensando a quien podía contactar para que le sacara de aquel agujero del mundo. Lo tocó al fondo con la punta de los dedos, y lo sacó a la luz.

Entonces, a la luz del ocaso, se empezó a derretir, convirtiéndose en bolitas de mercurio que cayeron al suelo y se filtraron a la Tierra bajo sus pies a cámara lenta. 

El tiempo volvía a ser líquido. 

Paralizada, mirando al Sol más allá del acantilado, se dio cuenta de que no había salida. 

Había caído en un agujero negro temporal, un lugar perdido en una dimensión paralela.


Se dejó caer, a plomo, sobre la tierra seca. 

Y entonces, se sintió terriblemente sola.