Un día te levantas con una sensación extraña. Quizá he dormido poco, piensas. Al cabo, te das cuenta que es un sueño obscuro el que te ha dejado mal cuerpo. Decides ignorarlo, vas a la cocina a tomarte un té, a ver si consigues despejarte. Mientras se calienta el agua, imágenes nítidas dan vueltas en tu cabeza. Y entonces te das cuenta que no es la primera vez que pasa. Que quizá el caos de imágenes pueden ser reales. Que puedes ser ella y tú, dos realidades separadas por una membrana invisible de temporalidad.
Estaba en una fiesta, una casa de una superposición de pisos
infinitos, de recovecos irregulares, un gran hall con vidrieras en un lateral y
una gran araña llena de polvo. Todos estaban celebrando algo, como si de una
fiesta de graduación se tratara, aunque sin saber qué se celebraba ni quien era
aquella gente. La gente se divertía, se reía, había música. Pero todo cubierto
con un mando sordo, como si escuchara
debajo del agua. Sabía que estaba allí, en la fiesta, se sentía allí, veía
imágenes de la gente alrededor bebiendo y bailando. Pero a la vez, se sentía
espectadora de ese maremágnum de gente aromatizada en alcoholes varios.
Sabía que
solo había bebido una copa de vino tinto, dulce y ligero. Fue a servirse una
segunda, y de repente el tiempo se hizo denso y pesado. Miró la copa y bebió.
Pero esta vez sabía algo amargo. Sin embargo, decidió ignorar el sabor y volver
al grupo de gente bailando en la sala.
De repente todo empezó a pasar muy rápido y a la vez muy
lento. Imágenes iban y venían de su cabeza y se retorcían en torbellino de
sonidos que se entremezclaban. Como si de la marea se tratara, la gente y las
estancias se sucedían rápido, todo girando en una espiral sin fin. Huía de una
habitación a otra, acelerada y muda. Alguien le cogió la mano fuerte, e intentó
bailar con ella. Le quemaba, quería huir. Se acordó del vino amargo, y supo que
alguien la había drogado. Se mareaba. Al fin consiguió soltarse y salir
corriendo entre la gente, sin saber muy bien hacia donde, aunque tenía la
sensación de que la misma casa vertical era una trampa. Y sintió la presencia
de la mano, persiguiéndole incesantemente, como si de una hormiga a pisar se
tratara. Entonces gritó, que le dejaran en paz, con todos sus pulpones, y
siguió gritando el eco en su mente hasta que todo se disolvió.
Se despertó
en el hall de la casa vertical. Vacío y silencio. Tumbada en las escaleras.
Alguien había llamado a la policía, y en ese momento entraba un agente por el
portón principal, afirmando que alguien había llamado al 112 y había denunciado
acoso a una chica morena de vestido oscuro, pero que habían llegado tarde por
estar la casa en los Acantilados, y todo el mundo ya se había marchado. Ella
oyó al policía sin escuchar, pensando si todas aquellas imágenes habían sucedido
realmente, o habían sido imaginaciones.
El teléfono del agente sonó con un par de
pitidos que la devolvieron al hall. Tenía una emergencia y tenía que marcharse.
Sí, estaba bien. Después de parpadear lentamente, cogió lo que quedaba de su
bolsa negra y salió fuera de la casa. Pensaba encontrar el sonido de las
callecitas del pueblo, de la gente que había imaginado ver a la llegada a la
aldea. Pero el silencio era demasiado denso. Buscó su móvil en el bolso
pensando a quien podía contactar para que le sacara de aquel agujero del mundo.
Lo tocó al fondo con la punta de los dedos, y lo sacó a la luz.
Entonces, a la luz del ocaso, se empezó a derretir,
convirtiéndose en bolitas de mercurio que cayeron al suelo y se filtraron a la
Tierra bajo sus pies a cámara lenta.
El tiempo volvía a ser líquido.
Paralizada, mirando al Sol más allá del acantilado, se dio cuenta de que no
había salida.
Había caído en un agujero negro temporal, un lugar perdido en una
dimensión paralela.
Se dejó caer, a plomo, sobre la tierra seca.
Y entonces, se sintió
terriblemente sola.
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